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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Preludio de EL LEGADO DE GLENN STURGEON

Hoy quiero dejaros un pequeño regalo. Tanto a lectores como a compañeros de pluma. Este Preludio conforma el capítulo introductorio a mi última novela, EL LEGADO DE GLENN STURGEON, en el que hallaréis, además de una siniestra trama argumental, los motivos e inquietudes que mueven a los dos hermanos protagonistas de esta historia a indagar en la vida de su padre cuando, tras su inesperada muerte, se dan cuenta de que era un perfecto desconocido para ellos. Deseo de todo corazón que disfrutéis con la lectura.
Os quiero pedir disculpas por el tamaño de la letra, pero me he visto obligado a hacerlo así por no alargar demasiado el post.
 

PRELUDIO


Glenn Sturgeon estaba muy asustado. Acababa de llegar a casa y, tras colgar su abrigo en el perchero del recibidor y deshacerse de la bufanda, se aflojó con gesto mecánico la corbata y desabrochó el botón superior de su elegante camisa blanca, que le oprimía el cuello impidiéndole respirar con normalidad. Encaminó sus pasos directamente hacia la biblioteca, un enorme y acogedor salón literalmente atestado de libros en un rincón del cual estaba su mesa de trabajo. Tomó asiento pausadamente en el cómodo sillón giratorio de piel marrón situado tras el escritorio y dejó deambular libremente su mirada por la estancia, pensativo, mientras se masajeaba la nuca con la mano. Había sido, como la mayoría, una jornada tremendamente larga y agotadora. Por norma general solía llegar a casa bastante cansado, pero satisfecho. Sin embargo Glenn Sturgeon se maldecía ahora para sus adentros. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?, se preguntó. Sus ojos buscaron refugio en la cálida superficie de la mesa, sobre la cual reposaban sus manos con los dedos entrelazados. Las observó. Ya no eran las mismas manos fuertes y decididas, llenas de empuje y energía con las que se había levantado de la cama aquella misma mañana. No. Ahora las contemplaba sobre la mesa, pálidas, débiles, temblorosas. Se sentía enfermo. Tremendamente enfermo. Hasta la fecha, siempre había gozado de una salud de hierro; a sus sesenta años recién cumplidos, ofrecía un aspecto realmente sano y envidiable. Jamás había padecido enfermedades importantes o dignas de mención. Ni siquiera había sufrido ninguna intervención quirúrgica, por nimia que ésta fuese; y ahora… no; decididamente las cosas no iban bien. El destino acababa de darle un giro inesperado a su vida; por momentos, Glenn Sturgeon tuvo la certeza de que todo su mundo, todo aquello por cuanto había luchado, se estaba desmoronando como un frágil y patético castillo de naipes.

Desabrochó el segundo botón de su camisa intentando ganar algo de oxígeno; pero comprendió con desencanto que aquel no era el verdadero problema. Continuaba experimentando aquella terrible sensación en el pecho que le torturaba, que le oprimía de tal manera que parecía que, de un momento a otro, acabaría por estrangularle. No; Glenn Sturgeon se reafirmó en la idea de que las cosas no iban bien. Maldijo de nuevo su suerte. O quizá su actual estado no se debiera tanto a cuestiones del azar, sino a que había bajado la guardia de una forma ingenua e irresponsable. ¿Cómo había podido ser tan estúpido?, se preguntó nuevamente. Inclinó la cabeza hacia atrás y la apoyó, cansado, sobre el alto respaldo de su sillón. Cerró los ojos e intentó recapacitar. Su actual y lamentable situación no le ofrecía ya lugar a dudas; en dos, tres, a lo sumo cuatro horas, aparecerían los espasmos. Nada que ver con los ligeros temblores que ahora sufría. Y después sobrevendría la muerte; una muerte temible e injusta. Se había iniciado hacía escasas horas un proceso cruel e insensible que no le ofrecía el más mínimo reguero de esperanza. Era irreversible. Tenía que actuar con premura y lucidez, mientras aún pudiese hacerlo. Enderezó lentamente la cabeza y abrió los ojos, intentando enfocar ahora la vista hacia el escritorio, donde tenía dispuesta su pluma y unas cuartillas de papel en blanco. Le habría resultado mucho más fácil redactar la carta con el ordenador e imprimirla a continuación, máxime ahora que, a medida que transcurrían los minutos, los temblores de sus manos parecían intensificarse. Pero habría resultado también demasiado intrascendente, demasiado trivial; se habría convertido en un acto impersonal y carente de contenido afectivo. Y ellos merecían algo más que eso. Había sobre la mesa, una a cada lado, sendas fotografías enfundadas en dos preciosos marcos de marfil delicadamente ornamentados. Eran sus hijos, David y Nadine. Veintiocho y veinticuatro años, respectivamente. Pensó en ellos brevemente, aunque lo hizo con mucha intensidad. Encendió la lámpara de sobremesa situada en el centro, entre ambas fotografías, y tomó la pluma, que se le antojó de repente abrumadoramente pesada. Al instante, el reflejo de la luz en la superficie de cristal de los marcos le devolvió, reflejada, una imagen dantesca y fantasmagórica de sí mismo. Su cabello, canoso, continuaba siendo el mismo de siempre; al igual que la barba y el bigote, recortados pulcramente y con esmero. A sus sesenta años recién cumplidos, Glenn Sturgeon podía enorgullecerse de ser el feliz poseedor de un rostro límpido y apenas sin arrugas; de hecho, jamás había aparentado la edad que realmente tenía. Pero ahora era distinto. Parecían haber aflorado a su esfinge, repentinamente, una serie de rasgos que en circunstancias normales habrían denotado ciertos síntomas y características provocados por la edad. Era lo lógico. Pero, a pesar de todo, habría continuado aparentando los años que en realidad tenía. Sin embargo, una palidez extrema se había instalado en su tez clara, otrora serena, acentuando más, si cabía, las incipientes entradas que partían hacia arriba desde su frente, que parecía estar surcada ahora por profundas heridas producidas por un afilado arado en la tierra virgen y reseca. Sus hijos, sonrientes, parecían observar divertidos sus agónicos movimientos desde sus respectivas tribunas de papel, cristal y marfil.

Había llegado el momento; aquel momento tan aplazado, tan odiado, tan temido por Glen Sturgeon. Empezó a redactar su epístola con mano temblorosa y pulso errático, pero con determinación. Lentamente, trazo tras trazo, palabra tras palabra, fue tomando forma el escrito. Iba dirigido a ellos; a David y Nadine. A sus hijos. Era la carta que jamás habría deseado escribir, la misiva que nunca debería haberles llegado a sus vástagos… al menos, no en aquellas condiciones. A Glenn Sturgeon le habría encantado que las cosas fuesen distintas y, ahora estaba seguro, habría sacrificado con gusto la mitad de su vida a cambio, simplemente, de poderles expresar en persona a sus sucesores lo que ahora se veía obligado a dejarles plasmado sobre un burdo pedazo de papel. Pero así estaban las cosas. Sin embargo, eso no era lo que más le atenazaba el alma en aquellos momentos. A medida que avanzaba en la redacción de su última declaración y voluntad dirigida a ellos, la idea que le afligía, y que azarosamente se había empezado a instalar en la boca de su estómago era portadora de una pregunta de la que, al menos él, jamás obtendría una respuesta: ¿llegarían sus hijos a perdonarle algún día? Porque, con su carta, estaba depositando en ellos una terrible responsabilidad… a la misma vez que les dejaba ante un peligro que, no por invisible, dejaba de ser real; él mismo estaba, ahora, a punto de experimentarlo en sus propias carnes. Y, en definitiva, David y Nadine sólo eran dos críos que tenían toda una vida por delante. ¿Tenía él derecho a hacerles una cosa así? Hasta ahora les había estado protegiendo… protegiendo de su propio apellido, de su propio destino. Tal vez, sólo tal vez, llegarían a comprender en alguna ocasión lo mucho que él había luchado por su seguridad y bienestar.

Presa de un sudor frío y empalagoso, el reflejo de su rostro en el marco perteneciente a la fotografía de David le escupió la imagen de sus ojos marrones, antaño llenos de vida, hundidos ahora en sendas cuencas oscuras y sobrecogedoras que parecían no tener fondo y hundirse en lo más profundo del averno. Dobló cuidadosamente la carta y la introdujo en un sobre blanco que portaba el logotipo de la Glestur Chemical & Pharmacologics, su empresa, y el de la Fundación. Observó el reloj; se estaba haciendo un poco tarde aunque, en realidad, aquello ya no tenía demasiada importancia para él. Le quedaba muy poco tiempo, y lo sabía con certeza. ¡Maldito bastardo!; ojalá te pudras en el Infierno… pensó impotente recordando el rostro afilado e iracundo del responsable directo de que él se hallase, ahora, en tan lamentable situación. Cogió el teléfono y marcó sistemáticamente un número que conocía de memoria. Mantuvo una corta conversación con alguien, al parecer, de confianza. Al cabo de escasos treinta minutos Anthony Riggs estaba sentado frente a su mesa de trabajo en la enorme sala de la biblioteca.

Riggs era uno de los varios abogados de Sturgeon; uno más de los que trabajaban para él. Se trataba de un tipo no demasiado alto y algo achaparrado que, allá donde fuere, solía amenizar con bastante éxito las reuniones tanto personales como de trabajo. De carácter jovial y extrovertido, normalmente estaba siempre de buen humor. Según sus propias palabras, era una fórmula magistral que había heredado de su abuelo materno para hacer de la vida algo menos serio y aburrido de lo que en realidad era. Tenía el cabello negro como el tizón, corto y rizado y, a sus cincuenta y nueve años, había llegado a convertirse, por méritos propios, en la mano derecha de Glenn. Pero sobre todo era un buen amigo. Glenn Sturgeon había depositado desde un buen principio su confianza en él y éste, haciendo honor a tal privilegio, jamás le había decepcionado lo más mínimo. Riggs conocía en profundidad sus negocios, sus inquietudes, sus sueños y proyectos y, aunque no tenía la absoluta certeza, también era capaz de vislumbrar en la bruma los fantasmas que le atenazaban. Pero en esta ocasión el semblante de Anthony Riggs estaba bastante más serio que de costumbre. Ni siquiera se había quitado el abrigo; cuando Glenn le abrió la puerta, la sonrisa de Riggs pareció quedarse congelada en sus labios. Se sorprendió sobremanera al contemplar el aspecto marchito y demacrado de su amigo que, con un gesto, le invitó a pasar de inmediato. Sin mediar palabra le siguió hasta la biblioteca, lugar en el que solían reunirse con bastante frecuencia, y ambos tomaron asiento. El uno y el otro se contemplaron durante unos instantes en completo silencio. Riggs observó con creciente preocupación el temblor que acusaban las manos de su amigo.

-Glenn… ¿te encuentras bien? –dijo por fin con voz insegura.

Sturgeon le alargó el sobre por encima de la mesa. Ya estaba cerrado, y había sido lacrado con un sello de cera azul en el que destacaba el emblema de la Fundación. Riggs lo contempló sin comprender demasiado bien.

-Toma –dijo Glenn con voz trémula-. Quiero que sigas mis instrucciones; ya casi no me queda tiempo.

Riggs observó el sobre en silencio. Resultaba evidente que aquel no era el Glenn Sturgeon con el que había compartido jornada laboral hacía escasas horas. El abogado empezó a temerse lo peor.

-Lo han logrado, ¿verdad, Glenn? Esos infames se han salido con la suya.

Sturgeon asintió, hundiendo la mirada en su regazo. Empezaba a perder el control sobre sus manos.

-¿Recuerdas la conversación que mantuvimos aquí mismo el verano pasado, hace unos meses? Creo que ha llegado el momento.

Riggs movió lentamente la cabeza en gesto afirmativo.

-Tienes que entregar el sobre a mis hijos, Anthony. Justo al cabo de un mes a partir de que hereden todo… todo esto. Por lo demás, ya sabes cuál es tu cometido a partir de ahora. Ya he arreglado las cosas.

-Es una responsabilidad enorme, Glenn. No sé si…

-Bobadas; lo harás a la perfección, Anthony; como siempre. Confío en ti. Mi última voluntad es que te ocupes de ellos como se merecen. Debes reconducir adecuadamente los pasos de David y Nadine para que asuman el control de todo… y continúen con esta lucha sin sentido. Son buenos chicos.

-Lo sé –asintió Riggs con gesto grave-. ¿Quieres… -dudó-… deseas que te acerque al hospital?

Sturgeon levantó la mano derecha e hizo un gesto negativo a la vez que movía la cabeza a ambos lados.

-Sabes que ya es inútil. Quiero tener, al menos, una muerte digna. Deseo morir aquí, en casa. Probablemente el veneno no dejará huella… y mi muerte será achacada a una parada cardiorespiratoria o algo por el estilo. De todos modos, no deseo que mis hijos se alarmen. No por el momento.

-Comprendo –dijo Riggs totalmente resignado.

Glenn Sturgeon se puso en pie, tambaleante. Empezaba a perder el sentido del equilibrio, y sus pasos se tornaron bastante inestables.

-Ahora necesito descansar, amigo mío.

Riggs le imitó; tomó el sobre con sumo cuidado y encaminó sus pasos hacia la salida. Tuvo la certeza de que jamás volvería a ver a Glenn. Las palabras de éste le detuvieron, ya ante la puerta.

-Anthony.

Riggs le miró por última vez.

-Ha sido un honor combatir a tu lado.

La puerta se cerró a las espaldas del abogado, y Glenn Sturgeon regresó con paso lento y vacilante a la biblioteca. Al cabo de aproximadamente dos horas de la partida de su amigo, Glenn Sturgeon exhalaba su último aliento.

FIN



¿Qué tal? ¿Os ha gustado? Si os apetece dejar vuestras impresiones aquí, podéis hacerlo. Os lo agradeceré.

martes, 17 de diciembre de 2013

¡Ya está a la venta!

Acabo de verlo; me he asomado tímidamente al portal Amazon... ¡y mi libro ya está a la venta!
Espero que os guste y, cómo no, también acepto con sana y literaria deportividad las posibles críticas que puedan caer aunque, a estas alturas, he aprendido que las críticas hacia las obras de uno son un precioso canal para continuar aprendiendo.
De paso, diré también que me he dado una pequeña vuelta por "la cocina", y he retocado algunas cosas en cuanto a precios.
Ahora ya nadie tiene excusa: ¿quién no puede regalarse una novela por tan sólo 1 euro?
 

viernes, 13 de diciembre de 2013

El legado de Glenn Sturgeon

Me siento bien. Estoy ultimando los preparativos para la publicación de mi última novela, El legado de Glenn Sturgeon.
Supongo que los que publicáis vuestras novelas sabéis muy bien de qué hablo; esa sensación de plenitud, esas "mariposas en el estómago", ese sentimiento de haber finalizado tu último trabajo y ofrecerlo al mundo...
Ahora comenzará una nueva etapa, un nuevo ciclo en la vida del escritor. Nuevos proyectos -estoy trabajando en varios-, nuevas andaduras, nuevas historias que contar, nuevos retos. Y, ¿por qué no?, nuevas esperanzas. Paralelamente a esto, y los amantes de la "pluma independiente" -pero siempre libre- me comprenderán, dará comienzo otra agotadora campaña de promoción, de comunicación, de dar a conocer al resto de los mortales tu nueva obra. Un gaje más del oficio, supongo, con el cual debemos acostumbrarnos a convivir.
A veces detengo mis pasos por unos momentos para intentar dar cabida a la reflexión, siempre útil y necesaria para quienes, como nosotros, nos dedicamos a contar cosas, hechos, historias, vidas... Y no tarda en aflorar de nuevo ese sentimiento, esa sensación de bienestar, esa idea -casi mágica y precognitiva- de que uno anda por el buen camino. Pero también aparece esa voz interior que te repite tozuda y constantemente que aún queda mucho por hacer.
 
Estos días ando con la vista pegada casi constantemente a la pantalla de mi ordenador; estoy preparando el diseño de la portada de esta nueva novela que, como las anteriores, me ha hecho sumergirme y bucear -y llegar a apasionarme- en tantos y tantos mundos que hasta ahora desconocía. Os presento el boceto final que, probablemente, será el "rostro" de mi libro:
 
Puedo aseguraros que estuve a punto de volverme loco cuando trataba de recoger las ideas que hiciesen que, de alguna manera, la imagen transmitiese al lector un pequeño esbozo del contenido del libro.
Sí; esta vez le ha tocado a la industria farmacéutica, ese enorme gigante que, de una u otra forma, influye en nuestras vidas tanto como pueda hacerlo la política, la iglesia o la misma red. Y no me resisto a dejar apuntada aquí, también, una breve sinopsis de esta nueva historia; probablemente será la que acompañe al libro en su publicación:
 
 
SINOPSIS
Tras la súbita muerte de su padre, David y Nadine Sturgeon acuden al notario dispuestos a conocer cuál es la última voluntad de su progenitor; en esa sala gris recibirán el mayor impacto emocional de sus vidas que, de súbito, se ven transformadas por completo.
A partir de ahora, tratarán de desvelar quién era en realidad la persona de la que acaban de heredar un vasto imperio económico y empresarial. No tardarán en descubrir que se mueven en aguas profundas y cenagosas, dominadas por poderosos magnates de la industria farmacéutica cuyo oscuro pasado se remonta a los tiempos del Tercer Reich, y cuya ambición no tiene límites. Dicha élite, sirviéndose de un nutrido grupo de biohackers reclutados bajo engaño, trama un siniestro plan que puede reportarles enormes beneficios y un estatus insospechado de poder.
¿Qué sucedería si alguien, al margen de los conceptos más elementales de Democracia, Libertad, Valores y Derechos Humanos decidiera asumir el control de natalidad de la población humana a su antojo? ¿Imposible? Ésta es la estremecedora premisa de la que parte el presente relato.
 
Como podréis comprobar, a uno le tiran los temas "a lo grande". Puedo aseguraros que se trata de una materia que acaba resultando interesantísima... y al mismo tiempo estremecedora.
Poco a poco iré desvelando más detalles de esta novela que, a lo largo de un año y medio, me ha ayudado a descubrir temáticas tan interesantes como la de las Sociedades Secretas, las élites de poder o el mundo de los biohackers -que, por cierto, me ha resultado fascinante-.
En fin, aquí os dejo con estas reflexiones mientras vuelvo a mi pantalla.