Hoy quiero dejaros un
pequeño regalo. Tanto a lectores como a compañeros de
pluma. Este Preludio conforma el capítulo introductorio a mi
última novela, EL LEGADO DE GLENN STURGEON, en el que
hallaréis, además de una siniestra trama argumental,
los motivos e inquietudes que mueven a los dos hermanos protagonistas
de esta historia a indagar en la vida de su padre cuando, tras su
inesperada muerte, se dan cuenta de que era un perfecto desconocido
para ellos. Deseo de todo corazón que disfrutéis con la
lectura.
Os quiero pedir disculpas por el tamaño de la letra, pero me he visto obligado a hacerlo así por no alargar demasiado el post.
PRELUDIO
Glenn
Sturgeon estaba muy asustado. Acababa de llegar a casa y, tras colgar
su abrigo en el perchero del recibidor y deshacerse de la bufanda, se
aflojó con gesto mecánico la corbata y desabrochó
el botón superior de su elegante camisa blanca, que le oprimía
el cuello impidiéndole respirar con normalidad. Encaminó
sus pasos directamente hacia la biblioteca, un enorme y acogedor
salón literalmente atestado de libros en un rincón del
cual estaba su mesa de trabajo. Tomó asiento pausadamente en
el cómodo sillón giratorio de piel marrón
situado tras el escritorio y dejó deambular libremente su
mirada por la estancia, pensativo, mientras se masajeaba la nuca con
la mano. Había sido, como la mayoría, una jornada
tremendamente larga y agotadora. Por norma general solía
llegar a casa bastante cansado, pero satisfecho. Sin embargo Glenn
Sturgeon se maldecía ahora para sus adentros. ¿Cómo
podía haber sido tan estúpido?, se preguntó. Sus
ojos buscaron refugio en la cálida superficie de la mesa,
sobre la cual reposaban sus manos con los dedos entrelazados. Las
observó. Ya no eran las mismas manos fuertes y decididas,
llenas de empuje y energía con las que se había
levantado de la cama aquella misma mañana. No. Ahora las
contemplaba sobre la mesa, pálidas, débiles,
temblorosas. Se sentía enfermo. Tremendamente enfermo. Hasta
la fecha, siempre había gozado de una salud de hierro; a sus
sesenta años recién cumplidos, ofrecía un
aspecto realmente sano y envidiable. Jamás había
padecido enfermedades importantes o dignas de mención. Ni
siquiera había sufrido ninguna intervención quirúrgica,
por nimia que ésta fuese; y ahora… no; decididamente las
cosas no iban bien. El destino acababa de darle un giro inesperado a
su vida; por momentos, Glenn Sturgeon tuvo la certeza de que todo su
mundo, todo aquello por cuanto había luchado, se estaba
desmoronando como un frágil y patético castillo de
naipes.
Desabrochó
el segundo botón de su camisa intentando ganar algo de
oxígeno; pero comprendió con desencanto que aquel no
era el verdadero problema. Continuaba experimentando aquella terrible
sensación en el pecho que le torturaba, que le oprimía
de tal manera que parecía que, de un momento a otro, acabaría
por estrangularle. No; Glenn Sturgeon se reafirmó en la idea
de que las cosas no iban bien. Maldijo de nuevo su suerte. O quizá
su actual estado no se debiera tanto a cuestiones del azar, sino a
que había bajado la guardia de una forma ingenua e
irresponsable. ¿Cómo había podido ser tan
estúpido?, se preguntó nuevamente. Inclinó la
cabeza hacia atrás y la apoyó, cansado, sobre el alto
respaldo de su sillón. Cerró los ojos e intentó
recapacitar. Su actual y lamentable situación no le ofrecía
ya lugar a dudas; en dos, tres, a lo sumo cuatro horas, aparecerían
los espasmos. Nada que ver con los ligeros temblores que ahora
sufría. Y después sobrevendría la muerte; una
muerte temible e injusta. Se había iniciado hacía
escasas horas un proceso cruel e insensible que no le ofrecía
el más mínimo reguero de esperanza. Era irreversible.
Tenía que actuar con premura y lucidez, mientras aún
pudiese hacerlo. Enderezó lentamente la cabeza y abrió
los ojos, intentando enfocar ahora la vista hacia el escritorio,
donde tenía dispuesta su pluma y unas cuartillas de papel en
blanco. Le habría resultado mucho más fácil
redactar la carta con el ordenador e imprimirla a continuación,
máxime ahora que, a medida que transcurrían los
minutos, los temblores de sus manos parecían intensificarse.
Pero habría resultado también demasiado intrascendente,
demasiado trivial; se habría convertido en un acto impersonal
y carente de contenido afectivo. Y ellos merecían algo más
que eso. Había sobre la mesa, una a cada lado, sendas
fotografías enfundadas en dos preciosos marcos de marfil
delicadamente ornamentados. Eran sus hijos, David y Nadine.
Veintiocho y veinticuatro años, respectivamente. Pensó
en ellos brevemente, aunque lo hizo con mucha intensidad. Encendió
la lámpara de sobremesa situada en el centro, entre ambas
fotografías, y tomó la pluma, que se le antojó
de repente abrumadoramente pesada. Al instante, el reflejo de la luz
en la superficie de cristal de los marcos le devolvió,
reflejada, una imagen dantesca y fantasmagórica de sí
mismo. Su cabello, canoso, continuaba siendo el mismo de siempre; al
igual que la barba y el bigote, recortados pulcramente y con esmero.
A sus sesenta años recién cumplidos, Glenn Sturgeon
podía enorgullecerse de ser el feliz poseedor de un rostro
límpido y apenas sin arrugas; de hecho, jamás había
aparentado la edad que realmente tenía. Pero ahora era
distinto. Parecían haber aflorado a su esfinge,
repentinamente, una serie de rasgos que en circunstancias normales
habrían denotado ciertos síntomas y características
provocados por la edad. Era lo lógico. Pero, a pesar de todo,
habría continuado aparentando los años que en realidad
tenía. Sin embargo, una palidez extrema se había
instalado en su tez clara, otrora serena, acentuando más, si
cabía, las incipientes entradas que partían hacia
arriba desde su frente, que parecía estar surcada ahora por
profundas heridas producidas por un afilado arado en la tierra virgen
y reseca. Sus hijos, sonrientes, parecían observar divertidos
sus agónicos movimientos desde sus respectivas tribunas de
papel, cristal y marfil.
Había
llegado el momento; aquel momento tan aplazado, tan odiado, tan
temido por Glen Sturgeon. Empezó a redactar su epístola
con mano temblorosa y pulso errático, pero con determinación.
Lentamente, trazo tras trazo, palabra tras palabra, fue tomando forma
el escrito. Iba dirigido a ellos; a David y Nadine. A sus hijos. Era
la carta que jamás habría deseado escribir, la misiva
que nunca debería haberles llegado a sus vástagos… al
menos, no en aquellas condiciones. A Glenn Sturgeon le habría
encantado que las cosas fuesen distintas y, ahora estaba seguro,
habría sacrificado con gusto la mitad de su vida a cambio,
simplemente, de poderles expresar en persona a sus sucesores lo que
ahora se veía obligado a dejarles plasmado sobre un burdo
pedazo de papel. Pero así estaban las cosas. Sin embargo, eso
no era lo que más le atenazaba el alma en aquellos momentos. A
medida que avanzaba en la redacción de su última
declaración y voluntad dirigida a ellos, la idea que le
afligía, y que azarosamente se había empezado a
instalar en la boca de su estómago era portadora de una
pregunta de la que, al menos él, jamás obtendría
una respuesta: ¿llegarían sus hijos a perdonarle algún
día? Porque, con su carta, estaba depositando en ellos una
terrible responsabilidad… a la misma vez que les dejaba ante un
peligro que, no por invisible, dejaba de ser real; él mismo
estaba, ahora, a punto de experimentarlo en sus propias carnes. Y, en
definitiva, David y Nadine sólo eran dos críos que
tenían toda una vida por delante. ¿Tenía él
derecho a hacerles una cosa así? Hasta ahora les había
estado protegiendo… protegiendo de su propio apellido, de su propio
destino. Tal vez, sólo tal vez, llegarían a comprender
en alguna ocasión lo mucho que él había luchado
por su seguridad y bienestar.
Presa
de un sudor frío y empalagoso, el reflejo de su rostro en el
marco perteneciente a la fotografía de David le escupió
la imagen de sus ojos marrones, antaño llenos de vida,
hundidos ahora en sendas cuencas oscuras y sobrecogedoras que
parecían no tener fondo y hundirse en lo más profundo
del averno. Dobló cuidadosamente la carta y la introdujo en un
sobre blanco que portaba el logotipo de la Glestur Chemical &
Pharmacologics, su empresa, y el de la Fundación. Observó
el reloj; se estaba haciendo un poco tarde aunque, en realidad,
aquello ya no tenía demasiada importancia para él. Le
quedaba muy poco tiempo, y lo sabía con certeza. ¡Maldito
bastardo!; ojalá te pudras en el Infierno… pensó
impotente recordando el rostro afilado e iracundo del responsable
directo de que él se hallase, ahora, en tan lamentable
situación. Cogió el teléfono y marcó
sistemáticamente un número que conocía de
memoria. Mantuvo una corta conversación con alguien, al
parecer, de confianza. Al cabo de escasos treinta minutos Anthony
Riggs estaba sentado frente a su mesa de trabajo en la enorme sala de
la biblioteca.
Riggs
era uno de los varios abogados de Sturgeon; uno más de los que
trabajaban para él. Se trataba de un tipo no demasiado alto y
algo achaparrado que, allá donde fuere, solía amenizar
con bastante éxito las reuniones tanto personales como de
trabajo. De carácter jovial y extrovertido, normalmente estaba
siempre de buen humor. Según sus propias palabras, era una
fórmula magistral que había heredado de su abuelo
materno para hacer de la vida algo menos serio y aburrido de lo que
en realidad era. Tenía el cabello negro como el tizón,
corto y rizado y, a sus cincuenta y nueve años, había
llegado a convertirse, por méritos propios, en la mano derecha
de Glenn. Pero sobre todo era un buen amigo. Glenn Sturgeon había
depositado desde un buen principio su confianza en él y éste,
haciendo honor a tal privilegio, jamás le había
decepcionado lo más mínimo. Riggs conocía en
profundidad sus negocios, sus inquietudes, sus sueños y
proyectos y, aunque no tenía la absoluta certeza, también
era capaz de vislumbrar en la bruma los fantasmas que le atenazaban.
Pero en esta ocasión el semblante de Anthony Riggs estaba
bastante más serio que de costumbre. Ni siquiera se había
quitado el abrigo; cuando Glenn le abrió la puerta, la sonrisa
de Riggs pareció quedarse congelada en sus labios. Se
sorprendió sobremanera al contemplar el aspecto marchito y
demacrado de su amigo que, con un gesto, le invitó a pasar de
inmediato. Sin mediar palabra le siguió hasta la biblioteca,
lugar en el que solían reunirse con bastante frecuencia, y
ambos tomaron asiento. El uno y el otro se contemplaron durante unos
instantes en completo silencio. Riggs observó con creciente
preocupación el temblor que acusaban las manos de su amigo.
-Glenn…
¿te encuentras bien? –dijo por fin con voz insegura.
Sturgeon
le alargó el sobre por encima de la mesa. Ya estaba cerrado, y
había sido lacrado con un sello de cera azul en el que
destacaba el emblema de la Fundación. Riggs lo contempló
sin comprender demasiado bien.
-Toma
–dijo Glenn con voz trémula-. Quiero que sigas mis
instrucciones; ya casi no me queda tiempo.
Riggs
observó el sobre en silencio. Resultaba evidente que aquel no
era el Glenn Sturgeon con el que había compartido jornada
laboral hacía escasas horas. El abogado empezó a
temerse lo peor.
-Lo
han logrado, ¿verdad, Glenn? Esos infames se han salido con la
suya.
Sturgeon
asintió, hundiendo la mirada en su regazo. Empezaba a perder
el control sobre sus manos.
-¿Recuerdas
la conversación que mantuvimos aquí mismo el verano
pasado, hace unos meses? Creo que ha llegado el momento.
Riggs
movió lentamente la cabeza en gesto afirmativo.
-Tienes
que entregar el sobre a mis hijos, Anthony. Justo al cabo de un mes a
partir de que hereden todo… todo esto. Por lo demás, ya
sabes cuál es tu cometido a partir de ahora. Ya he arreglado
las cosas.
-Es
una responsabilidad enorme, Glenn. No sé si…
-Bobadas;
lo harás a la perfección, Anthony; como siempre. Confío
en ti. Mi última voluntad es que te ocupes de ellos como se
merecen. Debes reconducir adecuadamente los pasos de David y Nadine
para que asuman el control de todo… y continúen con esta
lucha sin sentido. Son buenos chicos.
-Lo
sé –asintió Riggs con gesto grave-. ¿Quieres…
-dudó-… deseas que te acerque al hospital?
Sturgeon
levantó la mano derecha e hizo un gesto negativo a la vez que
movía la cabeza a ambos lados.
-Sabes
que ya es inútil. Quiero tener, al menos, una muerte digna.
Deseo morir aquí, en casa. Probablemente el veneno no dejará
huella… y mi muerte será achacada a una parada
cardiorespiratoria o algo por el estilo. De todos modos, no deseo que
mis hijos se alarmen. No por el momento.
-Comprendo
–dijo Riggs totalmente resignado.
Glenn
Sturgeon se puso en pie, tambaleante. Empezaba a perder el sentido
del equilibrio, y sus pasos se tornaron bastante inestables.
-Ahora
necesito descansar, amigo mío.
Riggs
le imitó; tomó el sobre con sumo cuidado y encaminó
sus pasos hacia la salida. Tuvo la certeza de que jamás
volvería a ver a Glenn. Las palabras de éste le
detuvieron, ya ante la puerta.
-Anthony.
Riggs
le miró por última vez.
-Ha
sido un honor combatir a tu lado.
La
puerta se cerró a las espaldas del abogado, y Glenn Sturgeon
regresó con paso lento y vacilante a la biblioteca. Al cabo de
aproximadamente dos horas de la partida de su amigo, Glenn Sturgeon
exhalaba su último aliento.
FIN
¿Qué tal?
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podéis hacerlo. Os lo agradeceré.