Imagino que, para
mí, ha llegado la hora de la Verdad. La Verdad con mayúsculas puesto que, de
ahora en adelante, me he convertido sin quererlo en otro autor que -continúo
suponiendo- dedicará cada día unos minutos para contemplar los resultados del
informe de ventas de un modo casi compulsivo.
Uno se siente
extraño al principio; y me explicaré.
Siempre que acabo de
escribir una novela me sucede lo mismo. Al terminar la última línea del nuevo
libro, ese último renglón que marca el final de varios meses de esfuerzo,
entrega, trabajo y, ¿por qué no?, también sacrificio, muchas veces a horas
bastante intempestuosas, experimento una profunda sensación de vacío. Un vacío
ora un tanto especial, ora irracional; un vacío que, como un pequeño tirano,
lanza constantes preguntas a mi joven alma de escritor: ¿Ha merecido la pena el
esfuerzo? ¿Habré logrado plasmar con claridad en el papel las ideas que
afloraban a mi mente? ¿Gustará? ¿Se interesará alguien por mi nueva obra?
Otras veces, las más,
dicho vacío se presenta en forma de sentimientos muy encontrados: de repente me
doy cuenta de que les he tomado tanto cariño a los protagonistas de mi historia
que, de algún modo, los echaré de menos; desde el más bueno e ingenuo de ellos
hasta el más retorcido que, como siempre, ha de encarnar y dar vida a la parte
más trágica y oscura de la obra. Supongo que, como resultado de tu propia
creación literaria, acabas congiéndoles un cariño especial.
Al menos, ese es mi
caso.
Hoy he entrado en
Amazon, después del fin de semana. De manera casi obsesiva me he dirigido a la
página en la que aparece la portada de mi libro y, debo reconocerlo, me he
quedado observándolo, embobado, durante unos minutos. Y es que, aunque lo haya
terminado, él continúa ahí; paciente, risueño, constante, perseverante.
De algún modo, no sé
cómo, ahora se han cambiado los papeles; se han invertido los roles. Yo ya no
soy el que escribe en su alma de libro, antaño blanca; ahora es él el que
plasma en mi alma de escritor, quizá no tan blanca como la suya, lo que está
experimentando.
Y yo percibo, como
un susurro intangible, su propia voz. Y me doy cuenta de que me hace las mismas
preguntas que yo, de alguna manera, le he hecho a él: ¿ha merecido la pena el
esfuerzo? ¿habré logrado plasmar con claridad en el papel las ideas que
afloraban a mi mente? ¿Gustará? ¿Se interesará alguien por él?
Quizá, sólo quizá,
este atormentado escritor se esté volviendo un poco loco; supongo que también
está en su derecho. Pero, muy en el fondo, algo me dice que ha merecido la pena
el esfuerzo y que él, desde sus páginas manchadas ahora de tinta negra, sabrá
transmitir al mundo las aventuras, las grandezas y las miserias que, a lo largo
de tantos días, he deseado plasmar en sus páginas.
Y ahí queda eso...
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